La meditación permite concentrar
todas las energías en un solo punto. Sin embargo, elegir ese punto es lo que
suele conducir a error a los aprendices.
Muchos se concentran en adquirir
poderes, en mover objetos con la mente, en producir fenómenos visibles, y
cuando logran hacer esas cosas quedan satisfechos, pero siguen tan dormidos
como antes.
De hecho, el orgullo que resulta
de la obtención prematura de esas facultades, los hunde aún más en las
profundidades del sueño.
Podría decirse que en realidad
nunca aprendieron a meditar, que sólo aprendieron a concentrarse. Sin embargo,
no se concentran en aquello que podría haberlos despertado, y se quedaron mucho
más alejados del camino de la iluminación.
Toda persona que logra sumergirse
en su propio silencio interno, aún cuando no adopte la postura del loto, está
meditando.
Este silencio es la verdadera
presencia del espíritu en la mente del hombre, es el agua bendita que baña cada
una de sus células, revivificándolas y dotándolas de una fuerza que antes no
tenían.
Pero el espíritu nunca se
manifiesta cuando en la mente aún hay residuos que enturbian el agua, o cuando
hay ruidos que interfieren la fluidez de la música divina.
Un pintor sólo puede crear su
obra sobre un lienzo en blanco, inmaculado. Si el lienzo está sucio deberá
limpiarlo antes de tirar la primera pincelada.
Habiendo notas disonantes, la
música pierde su belleza y su coherencia. Por analogía, nuestros bajos
pensamientos son disonantes con respecto a la sublime música silenciosa emanada
del espíritu. Por eso, el primer trabajo de aquel que se pone a meditar, es
acallar la mente por completo.
La meditación debería ser el
estado natural del ser humano, un estado en el que nunca se perdiera la noción
del yo.
El aprendiz empieza a ser
conciente de todos los impulsos que nacen de su cuerpo, y es capaz de separar
su yo de esas manifestaciones.
Al meditar, su mente silenciosa
deja de escuchar las voces del deseo, de la vanidad y del orgullo, y comprende
su absoluta insignificancia ante la vastedad del cosmos y de toda la creación.
Se siente como una gota en el
océano, una gota que si se evapora ante el calor del sol, nadie echará de
menos.
Esta conciencia de su
insignificancia puede ir acumulándose en su alma si medita correctamente, y
hará que, con el tiempo, refleje la potente luz del absoluto a través de su
ser.
Cuando esto ocurre, el aprendiz se transforma
finalmente en un iniciado, y puede entonces iniciar voluntariamente su camino
de evolución personal
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