El
año alquímico es una órbita en torno a un Sol Central, una órbita que pasa por
el zodiaco en su actual configuración, el cual es ahora el zodiaco
metropolitano, y que marca el tiempo correspondiente a cada temperamento de la
naturaleza según la estación del año, y lo hace con el péndulo invisible de las
pulsaciones terrestres.
La
órbita que no ha sido bien establecida se pierde en pensamientos espurios
orientados al fuego de leña, siempre consumidos y vueltos a ceniza que estorba
el aire, y, por ende, el juicio. La buena orientación del curso cósmico, la
perfecta adaptación a los estados sólidos, líquidos y gaseosos que pasan de la
atmósfera al simple plano emocional, a veces chocan violentamente contra rudas
vallas psicológicas.
La
órbita de los pensamientos debe ser en torno al oro espiritual. La órbita de
las emociones debe ser en torno al amor y la generosidad. La órbita del cuerpo
debe ser en torno a la voluntad del alquimista, en parte, pero debe también seguir
los procesos naturales referentes a su biología, y en eso el filósofo también
coopera con el buen mantenimiento de su horno alquímico, que es la buena salud
de su cuerpo y de su alma.
El
año alquímico varía según la constitución interna del alquimista. Las
estaciones del año terrestre no siempre se corresponden con las etapas de
crecimiento del cuerpo luminoso, el que se va desarrollando a expensas de su
voluntad. El filósofo debe adaptar sus instintos astrales al proceso de
renovación marcado por factores netamente astrales, como los equinoccios y
solsticios. Es bien sabido que la energía emitida por los astros puede ser
captada en un recipiente preparado con agua y sal según el arte de los antiguos
maestros.
La
prolongación de la vida puede ser alcanzada según este método de adaptación y
flexibilidad.
El
péndulo de la naturaleza nunca se detiene. El filósofo del fuego procura no
hacerlo tampoco para no demorarse ni distraerse con asuntos de menor
importancia. Es preciso que su naturaleza interna sea prontamente armonizada
con el ritmo de la naturaleza cósmica, y para eso los métodos de purgación y
purificación se aplican desde el principio. La voluntad no se detiene ante el
sufrimiento. La limpieza debe ser implacable, autodestructiva, dolorosa. La
muerte, en cambio, debe ser tranquila y en paz.
Luego
de la muerte uno es sólo tierra de sepultura que deviene tierra de cultivo, y
como tal florecerá según las semillas que han podido caer antes de la lluvia
alimenticia, llamada leche caliente, que da su savia interna a todo lo vegetal.
De
lo vegetal se extrae lo mineral, que es ahora el espíritu, y ahí está el oro en
bruto. Siempre es poco, pero alcanza para empezar. Sólo hay que saber invertir
ese mezquino metal en certeros hechizos y encantamientos que permitan
multiplicarlo de alguna forma.
Además
de escaso, el precioso metal está sucio, por lo que es difícil reconocerlo.
Pero el filósofo que es tierra de sepultura no sólo sabe dónde está el oro,
sino que además siente que él es ese oro. Su ser está en esa minúscula
partícula de palpitante brillantez dorada. ¡Un sol microscópico!
La
órbita de un filósofo muerto es siempre renacer.
La
órbita de un renacido es esperar a que todo el resto muera.