La
lluvia trae del cielo superior sutiles pensamientos, golpes de buena fortuna y
arcoiris de profundidad inalcanzable que obsesionan a cualquier mortal. Por
supuesto, hablo de aquello que puede transformarse, al igual que el viento de
un huracán, en una materia tan distinta, tan de sueño anticipado en cadencia,
que lo onírico es un insecto de plástico, una certera puñalada en el corazón.
Sepan
entonces que primero cae la lluvia que moja con paciente caricia la piel de los
aloe vera, y la que choca en certeros disparos contra la pobreza de los paneles
solares, pero es un obsequio vertiginoso levantar la mirada y recibir el
bálsamo de la santa paciencia.
No
veas la luz ni escuches el sonido. Sólo siente la fuerza etérea de tu katana y
corta con ella los bordes de tu arcoiris personal. El esfuerzo es un viaje
hacia la mente de ellos, los arcontes, dioses temibles en su plano de sólida
estructura, entes de la ruptura en plena
realidad de carne y hueso y de madera. Y en el futuro de metal en su estado más
puro e inviolable.
Quien
sabe que los pensamientos son de agua tiene en su poder la llave de un invierno
venturoso. Aprovecha ese alimento, neófito animal desorientado, y dime cuántas
liturgias, desde el nacimiento a la muerte, se han cubierto de tierra por causa
de una nota fuera de tono en la melodía emocional.
Y
ahora yo, hijo prófugo de Belcebú, me someto fríamente a la vejez y pruebo el
fruto de aquella enorme realidad futura que se me abalanza. El Señor del Inframundo quiere la lluvia, pero
ama el fuego por sobre todas las cosas. Arriba y abajo, da la impresión de que
somos así. Crúzate con esa realidad, y acelera. Nada es lo que parece.
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